jueves, 20 de mayo de 2010

“El día de la madre tierra” Una celebración entre dos polos

La mayor parte de los mexicanos concibe los rituales y las tradiciones indígenas como parte insoslayable de nuestra nacionalidad, de nuestro “ser”, referirnos a las pirámides de Teotihuacán o a la grandeza del imperio azteca, por mencionar algunos ejemplos, es hablar de un pasado glorioso, el cual nos constituye hasta la actualidad. Habituados a ver y apreciar ese “pasado” en sitios arqueológicos y/o museos, rara vez lo confrontamos con las prácticas contemporáneas. Con esto no quiero decir que pasemos de largo ante los indígenas y lo indígena, sin embargo, pocas veces lo vemos más allá de lo meramente turístico, artesanal o folclórico.

Por lo tanto, asistir a la celebración de “El día de la madre tierra” en el Museo Nacional de Antropología se convirtió en una experiencia muy particular, dado que en ella se conjugaron elementos aparentemente opuestos: por un lado las prácticas neo-prehispánicas y por otro el contenedor mismo, es decir, el museo. El cual, como representante de un Estado que históricamente ha implementado una política de integración y/o asimilación respecto a las culturas indígenas, se caracteriza por mostrar un pasado “homogéneo” y “manejable”, cuyas manifestaciones actuales son siempre (o casi siempre) relegadas.

A ritmo de tambores, silbatos, flautas y palos de lluvia el ritual dio comienzo hacia las 10 de la mañana, dado que ya estaba dentro del patio no pude observar la entrada del contingente por la puerta principal, pero imagino que fue muy similar a lo que vi cuando ingresaron al patio. Los atuendos, las máscaras y los sonidos inmediatamente llamaron la atención de los que ahí estábamos, a partir de ese momento dejamos de ser visitantes del mueso y nos convertimos en espectadores. Espectadores de un ritual que pocos conocían y aún menos comprendían.

Conforme se acercaban a la sala mexica, los participantes danzaban al ritmo de las percusiones, extendiendo sus brazos al cielo y entonando canticos a las divinidades. Según me enteré días después, la negociación con las autoridades del Museo para obtener el permiso fue complicada, por lo que este año se restringió el acceso y no todos los contingentes ingresaron a la sala, situación que retrasó la entrada y bloqueó el ingreso por varios minutos.

Una vez dentro, el grupo que logró entrar se dirigió directamente a la Coatlicue y depositó una ofrenda de incienso, copal y maíz a sus pies. A partir de ese punto comenzaron las danzas, rezos y rituales en agradecimiento a las bendiciones recibidas de nuestra madre tierra; ritos que a pesar de vindicar un origen indígena, incluyen en ellos ciertos elementos provenitentes de la tradición católica. Conforme transcurrían los minutos el ritmo de los tambores llenó el ambiente y por algunos instantes fuimos contagiados de esa “energía” mística, la cual se hizo presente de maneras muy peculiares: gente bailando casi en trance, otros cargándose de energía de las esculturas, algunos más cantando, pero todos guiados por la cadencia de los sonidos.

Participaron en la celebración diversas asociaciones neo-indígenas, algunas de las cuales provenían de Puebla, otras de Tlaxcala, algunas de municipios conurbados y otras por supuesto de la Ciudad de México. En este sentido, la configuración de los asistentes era muy heterogénea, tanto en rangos de edad como en niveles socio-económicos, sin embargo, eso no fue impedimento para “conectarse” con el ritual. Haciendo un cálculo, me atrevería a decir que entre los que estaban en la sala y los grupos que se quedaron fuera había entre 200 y 300 participantes de la ceremonia, aparte el resto de visitantes, de los cuales no podría hacer una estimación.

Una hora después termino el ritual, los grupos desalojaron la sala y poco a poco volvió a su normalidad, dando paso al aire de solemnidad que la caracteriza. Aunque la celebración no finalizó ahí, el contingente de asociaciones marchó por Paseo de la Reforma y Avenida Juárez hasta la estatua que representa la fundación de México – Tenochtitlán, la cual está ubicada en la esquina de la Av. Pino Suarez y Corregidora a un costado del edificio de gobierno del DF, allí termino la celebración.

Más allá de significados o etiquetas, este ritual pone en tensión el papel del museo / institución y nos muestra que las prácticas culturales en esta primer década del siglo buscan espacios en recintos que hasta hace algunos años les estaban vetados. Circunstancia que abre nuevas interrogantes en torno al rol de los museos como generadores de discursos legitimadores.



Ernesto Leyva
Posgrado en Historia del Arte
FFyL - UNAM

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